miércoles, 7 de marzo de 2012

Nacer mujer en este universo, en este planeta, en esta franja de tierra

Las relaciones sociales reproducidas a lo largo del devenir de la sociedad, tal y como la conocemos, y como no, ha estado mediado por relaciones de poder. Se otorga o se acepta, se impone y reproduce. Los seres humanos en masa, tan cortos de creatividad, han dado por asumir roles preestablecidos. Moldes hechos al gusto y gana de los sectores más poderosos en las relaciones desiguales. De tal forma, para evitar que una se vaya por la libre, han hecho moldes rosados para las nenas y azules para los nenes. Es la primera imposición de poder sobre nuestros cuerpos. Apenas recién salidas del horno nos invisten con un color que determina nuestra primera posición como subordinadas si somos mujeres, y dominadores si son hombres. No somos quienes queremos ser, sino quienes nos enseñan que somos. Aprendemos a desarrollarnos bajo el ojo del dominio que nos castiga si queremos ser distintas llamándonos y tratándonos como desviadas, histéricas, volteadas o feminazis. Nombran como enfermedad el ejercicio de la libertad. Subvertir este dominio primario tiene consecuencias que nos pesan en el espíritu durante toda la vida. Y es que donde hay dominio, siempre hay resistencia. Y para que haya resistencia debe haber conciencia de la opresión. ¿La tenemos? Porque que ser universitarias no nos salva de ese destino manifiesto al que aspiran nuestras familias y las legiones religiosas y autoritarias, celadoras de la tradición cavernícola: vernos de vestido blanco, sin vida propia y proveyendo manitas para el capital.
¿Qué es lo que ha hecho ese sistema de dominación que llamamos patriarcado, para dominarnos? No creamos que no se la han pensado incesantemente. No es tan fácil someter a poco más de la mitad de población. Y por ser un sistema de dominación tan antiguo como el origen de la división social del trabajo, sus métodos son bastante arcaicos, pero sutiles. Entierran nuestro ombligo en la cocina y no matan gallinas cuando nacemos. No nos mandan a la escuela y nos dejan cuidando hermanitos. No nos dejan subir a los árboles o jugar con carritos. No nos dejan soñar con un futuro nuestro, sino de sirvientas o accesorio para el marido. “Su mujer” nos llaman. Nos enseñan a ser subordinadas, y nosotras nos lo creemos y lo reproducimos entre nosotras. Por si no es suficiente la imposición de un ser divino a la humanidad en general, han creado para nosotras una propia imagen icónica y divina. María, Mariam y santas. Blancas y puras, abnegadas y sencillas, humildes y sobrias. Que no estorban sino enaltecen a su señor.
Y vacían de contenido fechas simbólicas como el “día internacional de la mujer” para que sigamos repitiendo una paleta de cualidades que no nos pertenecen como género, porque somos más que el cuerpo y cada una es única. Usan esta fecha para recordarnos aún el rol social que nos toca como subordinadas. Nos regalan flores a punto de morirse con mensajes puntualizando que somos la esperanza, que nuestras lágrimas son mágicas, que por nuestro esfuerzo silente el mundo es más bello, y cuanta cursilería sacada de dichos populares condescendientes se les ocurre. Pero no somos eso. También somos rudas y fuertes cuando es preciso. También somos violentas porque así hemos aprendido. Si somos abnegadas y desinteresadas fue nada más para que nos amaran. Y no nos aman. Y no nos amamos. Porque no nos conocemos. Porque están colonizados nuestros cuerpos, y nos hemos creído fuente del pecado y el peligro. Lo hemos puesto al servicio de la humanidad, y su control no está en nuestras manos.
Y celebrar un día de esa forma tan hipócrita, nada más para cumplir con el calendario y sus elogios, no gracias. Usemos esta fecha para interpelarnos. Cuestionar lo que creemos es nuestra personalidad y darnos cuenta cuánto de lo aprendido no nos permite ser felices. Desaprendamos el rol de subordinadas y seamos lo que queremos ser. Aprendamos a transformarnos y organizarnos sin reproducir el poder. Y sigamos luchando porque un día no se impongan moldes a nadie. Que la comida, la salud y el trabajo sea de libre acceso para todas las personas. Que del ombligo para adentro cada una decida sus placeres, y que no nos lastime nunca nadie. Y para eso hay que correr el riesgo de desestructurarse.

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